domingo, 6 de septiembre de 2020

La sonrisa de Zhang/Liliana Bodoc

                                         La sonrisa de Zhang
 

Comienza este cuento en un lejano, de veras lejano país.
Un mapa misterioso como un tul. Un sitio que se pliega en abanico para resguardar su mejor dibujo de la vista de los curiosos.
Hay allí sabios que piensan en verso.
Hay garzas blancas y garzas negras.
Zhang nació y creció en un campo de arroz. Y no fue conocido por su estatura, por su talento ni por su riqueza. Fue conocido por su sonrisa.
Tlingr, algo así Triningl, o así.
Parecido a eso o no tanto, porque es difícil escribir el sonido de una sonrisa.
Porque sonaba la sonrisa de Zhang; hacía un ruido ligero pero inconfundible.
Tlingr Triningl
La sonrisa de Zhang nació y creció en un campo de arroz pero, a diferencia de él, no se hizo vieja; sino algo peor.
Ocurrió así.
Luego de muchos años de ver atardecer juntos, en el arrozal, su amada esposa murió mientras tendía ropa.
Poco tiempo después, el único hijo de Zhang pronunció una palabra extraña. Dijo Argentina. Dijo, tuvo que repetir; explicó y señaló con el dedo.
- Aquí, ¿lo ves, padre? En la punta del mundo.
Zhang movió la cabeza a un lado y a otro.
- Yo me quedo en mi arrozal – respondió con rencor.
El hijo de Zhang tomó del brazo a su joven mujer. La joven mujer se abrigó
el vientre. Y partieron.
- También hay garzas plateadas – pensó Zhang cuando el avión se perdía en el cielo.
Y desde entonces, nunca más sonrió.
Ahora Zhang está muy viejo. Viejo para estar solo y también para emprender un largo viaje.
Zhang es viejo para casi todo, hasta para caminar por el campo de arroz.
De nuevo, su hijo lo ha mandado a llamar.
“Ven aquí padre. Este es un buen lugar... No grande como nuestra nación.
Pero están tu dos nietos, mi esposa y yo para cuidar de ti”
Zhang acude a un sabio y le pregunta
Suspira el sabio, espera, deja pasar la última ese, sorbe silencio y sacude la sombra de los dedos antes de responder.
- No hay mejor hogar que un abrazo – dice. 

Entonces, el pobre Zhang saluda al arrozal con todas las lágrimas que ha acumulado. Y sube al avión, seguro de que nunca más volverá a ver los montes asombrosos de la China.
Buen aterrizaje para un día de invierno. Aeropuerto internacional. ¡Pobre Zhang! Los idiomas que no comprendemos suelen sonar estridentes,
amenazadores o enojados.
Lo esperan su hijo y su nuera. Junto a ellos, un muchacho y una jovencita...
Son sus nietos, pero Zhang no sabe cómo saludarlos. El viejo piensa que no van a gustarles los regalos que les trajo. Y tiene razón.
El camino a la casa es penoso. Las preguntas, forzadas.
Tal vez porque sus padre los obligan a hablar en cantonés, sus nietos casi no le dirigen la palabra. Enseguida se ponen auriculares, y adiós abuelo con tus sabios, tus garzas blancas y negras, adiós con tu arrozal...
El viejo Zhang mira por la ventanilla para ocultar sus lágrimas.
Él pensaba que sus nietos iban a preguntarle sobre su país, pero eso no ocurre.
Pensaba que iban preguntarle por su abuela, pero eso tampoco ocurre.
Pensaba que iban a caminar juntos por esas calles nuevas...
¡Qué equivocado estabas, viejo Zhang!
Tu hijo y tu nuera están al frente de un pequeño supermercado de barrio, y
no tienen tiempo para tu pena. Tus nietos ríen y callan en español.
¿Y ahora qué, viejo Zhang? Lejos de tus vecinos, de tu campo de arroz.
Ahora el mar ya no tiene regreso.
Zhang se sienta en un banco de madera, junto a la puerta del negocio de su hijo, a esperar que pase la gran garza de la muerte.
Zhang vive silencioso y ajeno a lo que ocurre a su alrededor... La gente del barrio murmura: Es un hombre antipático. Si no le gusta este país, ¿para qué vino,
eh? ¿Para qué vino? ¿Para qué vino?
Zhang no puede explicarles de su dulce esposa, ni de sus atardeceres...
Zhang no sabe cómo se cuenta una vida entera en español.
En la parte delantera del pequeño supermercado, hay una verdulería.
La hija de la mujer que vende verdura mira a Zhang fijamente, escondida detrás de una naranja. La pequeña se limpia el jugo con el brazo y camina hasta el sitio donde está sentado el viejo.
¿Qué te pasa?, le pregunta.
¿Por qué lloras?, le pregunta.
¿Cómo te llamas?, le pregunta.
Yo me llamo Mariana, le dice.
Yo tengo así de años, le muestra.
Y sin esperar respuesta, se trepa a las rodillas del viejo y lo rodea con sus brazos flaquitos.
Es un abrazo chiquito y verdadero como un hogar.
Tlingr, algo así Triningl, o así.
Ahora, el país del extremo sur, ya tiene una sonrisa sonora.

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Autor: Liliana Bodoc

 Nació en Santa Fe, Argentina. (1958- 2018)

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